jueves, 8 de octubre de 2009

Confesiones de una... beatita.

 

Mi muy querido padrecito de mi alma:

Espero en Dios que la presente halle a Vuestra Merced muy bien de salud y a mí menos atribulada. Le cuento que ayer fui a andar las estaciones de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en las doce capillas que recorren un costado de la alameda y suben por San Francisco hasta la Capilla de los Talabarteros, en la de Tacuba. Y andando andando, subí por la Profesa y me detuve frente al altar de la Purísima unos instantes.
Cavilaba sobre el triste y atormentado andar de Nuestro Señor Jesucristo rumbo al monte Calvario, subí por la calle de los Plateros para llegar a la Catedral. De repente, de uno de los palacios se escuchó un enorme estruendo de vidrios, una finísima ventana se rompía en astillas argentinas que se precipitaron con rapidez hacia el vacío... y al final del vacío estaba yo enmedio de la calle viendo hacia el cielo, algunos coches o estufas con Oidores de la Real Audiencia, la acequia y el puente.

En un santiamén torné los ojos hacia el suelo y me cubrí con los desnudos brazos de la lluvia cristalina de peligrosas agujas. En ese preciso instante sentí el profético don de la visión del futuro en la palma de la mano donde guardaba el rosario que, como escudo, esgrimía ante el vidrio. Y ví por un instante el retorno de los Padres expulsos de la Compañía de Jesús a territorios de España, ví mi pobre y necia existencia acabar por mil agudas espadas de dolor y pena. Vi mi propia sangre fluyendo en sacrificio por los pecados que he cometido. Con el estruendo y sabiéndome víctima segura de las aristas terribles, mi piel se erizó y las piernas flaquearon en el último lance. Sentí un par de agudos golpes en el puño y el meñique de la mano izquierda y los fragmentos se hicieron añicos a mi alrededor. Tenía un estigma a modo de los que recibiera mi Señor San Francisco de Asís en la mano izquierda. ¡Oh qué regocijo!

Y entendí me decía el Santo Niño de las Suertes con ésto los trabajos y los sufrimientos que tengo que pasar en esta vida si quiero llegar a unirme a Él. Sangre, flaquezas, sufrimientos para alcanzarle.

¡Con cuanto amor quisera entregarle todo! Pero soy un pobre gusano, la última de las ovejas del rebaño, la más extraviada! ¡Ay padrecito mío y todo mi querer! ¿Cómo logrará esta minúscula larva hacer fuerza y erguir el pecho ante tan cruento sacrificio? Ruegue Vuestra Merced por el amargo cáliz que espera a esta su hija, la menor, la más indigna.

Sor Alejandra de San Sebastián
Indigna capuchina
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